Foto/ Diego.78
Escribir una columna no es lo mismo que una nota informativa. De hecho no tengo nada urgente que comunicar, ni siquiera comentarios sobre política, que a pesar de los miles de sueños postergados por la dictadura y después la compleja transición democrática, todavía siguen motivándome. Mis afanes no tienen hoy el sello heroico de los años setenta y ochenta, ni las utópicas esperanzas de los noventa. Ya no es una actividad llena de interés, sino una grave responsabilidad que tiene que ver con el bien común y con la suerte de los más vulnerables.
Sucede además que he terminado de escribir una novela. Gira sobre la bullada inauguración del Hospital de Curepto. Salió una historia breve, pero me gustó. Tiene ritmo y humor, lo que no significa que a los jurados de los concursos o las editoriales les guste. Generalmente exigen novelas de 150 páginas, lo que no comprendo pues una buena historia se puede contar en menos. Entonces me he quedado sin tema por un tiempo, hasta que lentamente madure una nueva idea.
Terminé de leer una novela de trescientas páginas de las cuales la mitad son innecesarias. De un tiempo a esta parte me he convertido en un fanático de las actividades breves. Un discurso de más de 15 minutos me parece insoportable, salvo que venga de un genio, de los cuales he conocido pocos. Sin embargo esa novela me ha permitido aprender sobre las misiones de los Cascos Azules en territorios de guerra y apreciar la paz que gozamos por estas latitudes desde hace ya años.
Refugiado en casa por la lluvia, pienso en los años que escribía como forma solitaria de expresar la impotencia ante tanto dolor. Alguien me dijo un día que había sido una “buen exponente de la generación del roneo”. Éramos la generación de los setenta, con censura, con los amigos perseguidos y torturados. En las noches escuchábamos radio Moscú y radio Nederland, con programas de solidaridad con Chile. Hace una semana falleció en Israel Katia Olevskaia, la locutora que a miles de kilómetros decía cada noche “escucha Chile” y que miles de chilenos escuchaban clandestinamente.
En esos años la única forma de publicar era en hojas de papel de mala calidad. La máquina se llamaba mimeógrafo y los textos había que tipearlos en stencils. Los roneos circulaban de mano en mano sembrando poesía y rebeldía. Se vivía al borde del abismo. Alguien dijo una vez “se puede dormir con miedo, pero no con la conciencia intranquila”. Hoy no creería mucho esa frase. La vida nos ha enseñado que miles duermen muy bien sin conciencia alguna.
Leo otras columnas y escucho las noticias. Sólo la pasión por contar historias y los afectos personales parecen importantes. Aunque en las acciones de cada día se juegan los grandes valores, los de siempre, lo de ayer y los de hoy, los que pueden dar sustento a una vida.